La sal y la luz tiene que ser a su justa medida (Mt 5, 13-16).
Si echamos a una comida no poca sal, sino muy poca, casi ni se siente. Y si echamos demasiada, perdimos ya la comida, es un sacrificio comerla, si la como es por no tirarla, ya que pienso: ¿cuánta gente muriendo por hambre y yo tirándola? Aunque debo beber bastante agua para quitarme la sed que me da.
Algo parecido ocurre con la luz. En medio de la oscuridad, si no hay luz, no sé por dónde puedo caminar, ni hacia dónde debo ir. Más si la luz es excesiva, me deslumbra, y las consecuencias son las mismas pues, como me hace daño, cierro los ojos o desvío mi mirada de esa luz.
A la vez me viene a la mente la reacción con ciertas personas. Cuando conozco a una, que siempre que la veo me dice lo mismo, me quiere convencer con su modo de pensar, y encima que estoy cansada de los temas, siempre son conversaciones bien largas mucho tiempo, si la veo de lejos y en ese momento no me ha visto, la esquivo, me cambio de acera y no miro hacia ella para que no se dé cuenta que la he visto. También evito -o por lo menos no deseo- la gente que es «seca», que te responde: sí, no…. y nada más… Si es que te lo dice pues, a veces, ni te devuelve el saludo que le dado al cruzarla por la calle. Gente con la que me resulta difícil tener una conversación, un diálogo aunque sea mínimo. En todos los casos, lo bueno es lo intermedio: ni excesivo, ni miserable.
Eso mismo ocurre al transmitir la fe. El equilibrio es una fe compartida: con el testimonio de vida ayudando en las buenas obras a favor de personas con necesidades materiales, de escucha, de afecto…, y hablando cuando vea conveniente -sin atosigar-, de en quien creo y me mueve cada día, de Jesús.
Señor, ayúdame a ser sal y luz de modo equilibrado, testimonio de vida que refleje la Buena Nueva para darte gloria.